Por qué Luis Arévalo es el monarca atunero del nikkei
Sumario:
Una bitácora del sensei bloguero Hiroshi Umi.
A tenor de su especialización, la etimología diría que es un “hijo del sol”, que así se traduce nikkei en mi idioma. El término ha devenido con el tiempo en esa cocina japonesa-peruana, de fusión, ejecutada por emigrantes nipones y sus descendientes en el país sudamericano allá por los años 80, si bien su raíz hay que buscarla a finales del siglo XIX.
En España, nadie como el pionero Luis Arévalo para oficiar esta culinaria que liba y condensa lo mejor de Oriente –sobre todo sus cortes de pescado y el tratamiento en crudo– para cohesionarlo con el método del país sudamericano, cuya cocina merecería engrosar el Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Nos citamos con Arévalo en Gaman, su establecimiento gastronómico en Madrid (calle Ferrer del Río, 7). Se muestra templado, maduro, exultantemente calmado y con el entusiasmo ecualizado. Tras algún vaivén y las típicas dudas de la vida y la profesión, hoy se confiesa “muy madrileño, pero patiperro (o sea, callejero)”.
Lleva más de dos décadas en España, y semejante mochila le otorga perspectiva mercantil y foco personal para alcanzar una plenitud esplendorosa. “Creo que estoy en un momento muy bueno. Gaman ha sido renacimiento, resurrección. Significa paciencia, o más bien esa fortaleza que ahora llaman resiliencia. Yo creo que también reúne la madurez de mi propuesta, mi crecimiento. Los sabores están ahora mucho más resueltos, con el cromatismo y la luz que siempre me han caracterizado. Creo sinceramente que he evolucionado”, afirma el chef, quien fuera director de fotografía en su país natal antes de involucrarse en cocina.
“Hice spots, documentales… Mi hermano es director de cine y me enrolé con él. Con la gastronomía me encontré después en Sushi Ito (Lima), y sobre todo cuando emigré a Santiago de Chile y conocí a Koichi Watanabo. Fue mi senshei en el restaurante Sakura, en la capital del país, y me enseño muchísimo. A los 6 meses a su lado me dijo: ‘Usted está listo para el sushi. Y me dejó a cargo de la barra del mejor restaurante japonés de todo Chile”, rememora Arévalo.
De Grupo Kabuki a Gaman
Arribó a Madrid con todas las enseñanzas, fascinado por el producto que se manejaba en España. Y se trajo una cocina de raíces, de investigación, profunda, de búsqueda. Durante cuatro años dio el callo para el Grupo Kabuki, perfecta universidad donde pulirse, antes de pasar por 19 y 99 Sushi Bar respectivamente, y levantar él solito el cierre de Nikkei 225. Este local aún es recordado con cariño y suculencia por muchos clientes, paso previo al alboroto que supuso el maravilloso Kena. “Al principio fue complejo. Yo pretendía una tabernita, un yakitori, hacer unos humildes nigiris, un buen sashimi… Pero fue todo un acontecimiento y tuve que abrir un local más grande. Aquello reventó de éxito”, confiesa el chef nacido en Iquitos, selva virgen de Perú.
Pertrechado de plenitud y equilibrio, Arévalo desarrolla sus conceptos en dos líneas. Una –menos purista, más desenfado– se acoda en la barra del local que lleva por nombre Akiro, “que va como un tiro, como una moto, con hand rolls y sin reservas; tengo allí 6 cocineros y sitio para 34 cubiertos. Akiro significa ‘simpatía’, carisma’”; la otra narrativa la traza Gaman, “donde reviso la carta Nikkei de todos estos años de trayectoria con un gastronómico. En ambos casos el género es de mi primera, como el atún rojo que viene del sello Fuentes que es primordial para mi cocina”, comenta.
Festival de atún rojo en la carta
Arévalo se desdobla, pues, en dos conceptos, con Gaman como punta de lanza de virguerías, con platos más realizados, mejor producidos y más vistosos que nunca en una sofisticada simplicidad. El sashimi de atún rojo resulta clásico y larguísimo en boca (hasta 12 cortes se anuncian en carta), con daikon asado y algas como escolta. “Me gusta mucho que tenga colorido, el plato siempre ha de entrar primero por los ojos para que la experiencia culinaria sea completa”, reflexiona.
Su dominio con los filos y el corte al bies queda patente en su usuzukuri con aliño de ají amarillo y wasabi, al igual que con su tartar de atún con tortilla, dados de plátano verde y salsa de ajíes con sésamo (además hay versión guncan). También ha lugar a tiradito de nuestro titán marino, que llega con pepino, hilos de bonitao, alga nori y una particularísima salsa de ostras bien cítrica. Y a un soberbio tataki con leche de tigre, tibia en este caso, una recreación acevichada que habla de origen y método. “Gasto unos 25 kilos de atún rojo a la semana para Akiro, y unos 5 kg, la mayoría para nigiris, aquí en Gaman, si bien la demanda va creciendo”, recuenta. Esos nigiris los sirve barnizados de soja virgen “que yo mismo preparo, y luego añado setas shijemi, salsa de escabeche y puré de boniato. El polvo de maíz kamcha aporta salinidad. Recurro a una técnica sutil, elegante, donde pueda convivir lo salado, lo picante, lo ácido… Soy fiel a ese recetario de donde provengo”, relata.
Gaman coge vuelo dibujando una filigrana, y denota la trayectoria y la brillantez de un chef que fue pionero en España en traer aquella alianza culinaria entre Japón y Perú. En su bitácora actual anuda aún más los lazos: los sanguchitos conviven con el edamame y el chirasi, los anticuchos con las gyozas, los sudados de merluza con el mejor toro coronado con foie y mermelada de rocata… El soberano ha vuelto. Larga vida al rey nikkei.