¿Cuándo se convirtió el atún rojo en el rey del sushi?
Sumario:
Una bitácora del sensei bloguero Hiroshi Umi.
Vamos con una distopía terrible, apocalíptica. Imagine un mundo sin atún. Sin nigiris de toro. Sin sashimis de akami. Sin un buen tartar picante o un leve tataki rebozado en sésamo. No hablamos de su agotamiento o extinción como especie, sino de un planeta en el que nuestro titán de los mares sufra repudio, desprecio, falta de cariño. Pues durante décadas en ese vacío de rechazo vivió, emigró y fue capturado.
Todo cambió cuando asomaba la década de 1920, hace poco más de una centuria, y sobre todo tras la II Guerra Mundial. Porque hoy nuestro amado bluefin ejerce de soberano rojo, de monarca absoluto del sushi muy por encima de otros ejemplares, escuderos en la cocina de pescado crudo. La culinaria japonesa se quedaría huérfana sin su imponente presencia. Piense en un asador vasco sin chuletones. No habríamos experimentado la plenitud de lo que significa umami en nuestro paladar ni en nuestra materia gris.
El oscuro pasado del atún rojo
Vamos a explicar su advenimiento, porque la coronación del atún rojo ni fue sencilla ni fue instantánea. La historia esclarece que ninguno de mis paisanos lo contemplaba como bocado suculento. Todo lo contrario. En los albores del periodo Edo –época del florecimiento de la gastronomía nipona– se referían a él como gezakana, que quiere decir pescado de baja calidad, inferior. El estrato más bajo del vulgo daba cuenta de nuestro escómbrido: los trabajadores con peores sueldos y los que jugaban al escondite con la pobreza. No les importaba su sabor ferroso ni metálico producto de la fermentación, una putrefacción incipiente y un yake extremo.
En el siglo XIX se vendía por las calles a precios indignos. Resultaba baratísimo combustible para el cuerpo. Muchos lo enterraban durante cuatro días para que esa carne roja acidificada fermentara del todo y se hiciera medio comestible. O la sumergían en agua helada, en soja y la marinaban el mayor tiempo posible (zuke) para ahuyentar efluvios indeseados. Por si fuera poco, el maguro contaba con otros históricos nombres en japonés: honmaguro, maguto, meji, yokowa, imoshii, kuroshibi o shibi. Éste último se pronunciaba igual que Día de Difuntos, así que muchos creían que su consumo aparejaba malísima suerte…
El resurgir del noble túnido
Los tiempos fueron mutando. Alrededor de 1830 aconteció una gran captura de atunes en Japón, lo que animó a algunos restauradores a comenzar a dignificarlo por puro aprovechamiento (cocido o a la plancha, poco sabroso). Recordemos que el atún está presente en la mesa japonesa desde hace más de 1.000 años, según los arqueólogos del buen comer. Sin embargo, el problema siempre radicó en su tamaño y su acarreo. Era complicado de pescar en alta mar y no había manera de que arribara al litoral en buenas condiciones sanitarias. La llegada de la tecnología –bendita refrigeración– hizo posible una distribución más amplia, y a medida que la gente se fue acostumbrando a ver esta maravillosa carne roja en el sushi, decreció el desdén. Pero los cortes grasos del pescado seguían considerándose poco menos que comida basura. La ventresca, grasienta y vituperada, hasta hace poco se mezclaba con otras harinas que desembocaban en comida para gatos.
Tras la paz sobrevenida con el fin de la Segunda Guerra Mundial, con la ocupación estadounidense y el hechizo generado por Japón en la cultura occidental, en mi país se comenzó a instaurar paulatinamente una dieta más global, que incluía carne roja y cortes más grasos, lo que allanó el camino para la aceptación del atún y el toro. A ello ayudó muchísimo la aviación comercial. Durante el apogeo de la economía exportadora japonesa, los ejecutivos de carga de muchas aerolíneas promocionaban el atún rojo del Atlántico para sushi, para agasajar o entretener con algo que echarse a la boca al pasaje durante tan largo vuelo.
El apogeo del atún rojo
En los años 60, el toro comenzó a abrirse camino entre el público para entronizarse en el planeta sushi. Cuando el restaurante Kawafuku de Los Ángeles abrió sus puertas en 1966, la Guía Michelin asevera que fue «el primer restaurante de sushi ‘de verdad’ que vio el país». Luego llegaron los años 80 y su furor pop. El chef japonés Jean Nakayama, del restaurante Maneki de Los Ángeles, supuestamente inventó el nigiri de atún picante y las celebridades de Hollywood se volvieron locas.
Otro giro de guion tuvo lugar al doblar la esquina del nuevo milenio. Un atún capturado en el puerto de Oma alcanzó un precio de 180.000 euros. Nadie se había percatado de la cultura atunera de esta ciudad en la punta norte a 10 horas en coche de Tokio, lo que ayudó a popularizar la cultura del sushi. El atún de Oma –diamante negro lo llaman– tiene el mismo parangón que la carne de Kobe y suele ganar la apasionante subasta del Atún de Año Nuevo, a la que dedicaremos un post en breve. Solo adelantaremos que en 2020 un magnate de la restauración pagó 1.800.00 euros por un ejemplar de 276 kilos procedente de esta localidad de poco más de 5.000 habitantes. Poco queda ya en el recuerdo de ventrescas pestilentes que eran comida gratis para el estómago de mininos…